Donde haya un conflicto, tiene que haber resistencia
Semana tras semana se incorporan cientos de trabajadores a las filas de los desocupados. Empresas de diferente porte bajan sus persianas afectadas por la caída del consumo, la avalancha de importaciones posibilitada por una apertura económica industricida y el sostenimiento de un dólar barato apalancado por un brutal endeudamiento, garantizado por un alineamiento entreguista a los intereses del imperialismo norteamericano. Paolo Rocca, el magnate al frente de la multinacional Techint, fue el portavoz del malestar industrial, sin que ello signifique sacar los pies del plato neoliberal.
La UIA acaba de informar que en octubre la actividad industrial cayó otro 2% interanual y se ubica un 10% por debajo de la pospandemia. En dos años, la industria perdió 42.400 puestos de trabajo (de un total de 270 mil empleos perdidos). La crisis abarca a otros sectores como el comercio y la construcción, cuya actividad es más baja que en 2023. Hoy existen 19 mil empresas menos y 138 mil empleados privados menos que en ese año. La capacidad instalada se encuentra en el 58%, el menor de toda la serie histórica con excepción de 2020, en plena cuarentena. La cantidad de procesos preventivos de crisis iniciados hasta octubre es la cifra más alta desde 2019, cuando Mauricio Macri cerró dos años seguidos de recesión.
En paralelo, el gobierno nacional dispone aumentos en las tarifas de luz y gas, bondis y subtes, y combustibles (que se imponen de hecho, sin previo anuncio). Podríamos afirmar entonces que sobran las condiciones objetivas para un escenario de conflictividad generalizado. Más aún cuando el Ejecutivo redacta un proyecto de reforma laboral (obviamente regresivo) que planea llevar al Parlamento en sesiones extraordinarias. El movimiento obrero organizado se para heterogéneamente: mientras que la conducción burocrática de la CGT naufraga en las aguas del “dialoguismo”, algunos gremios y regionales de la principal central obrera exigen un inmediato plan de lucha. Los estatales y gremios docentes agrupados en la CTA están en la calle desde el primer día. Causas abundan para las luchas, pero prevalece la dispersión de los conflictos.
En los años 90, cuando el mundo era otro y en particular nuestro continente, las luchas fueron in crescendo. Menem triunfa con holgura en las elecciones de 1995, todos parecían estar absortos por los efectos de la borrachera neoliberal. Sin embargo, las consecuencias de las privatizaciones empezaron a golpear y comenzaron a surgir luchas aisladas, principalmente en el interior de nuestro país. Esos conflictos crecieron y fueron confluyendo nacionalmente. El resto es historia conocida, o al menos eso creíamos. En este caso, lo que abunda no daña.
Si bien cada momento histórico tiene sus particularidades, hay cosas que no cambian ni van a cambiar. La lucha sigue siendo el motor de los cambios. En la lucha (y no en la rosca superestructural) se organiza, se genera conciencia, se construyen vínculos y se fraguan valores que permanecen. En la lucha ganamos experiencia y confianza y nos formamos como militantes, porque ahí es donde se pone a prueba de qué estamos hechos. Es en los conflictos donde tenemos que concentrar nuestra acción política. En un barrio, una localidad, en la facultad, en tal escuela secundaria, en determinada fábrica o sector de laburo. Hay que resistir la embestida y en ese proceso van a ir surgiendo además las referencias políticas, sociales, sindicales que sean capaces de dirigir, de orientar y de sumar a nuevos compañeros y compañeras a la lucha.
La acumulación no va a ser en masa, menos aún cuando nos toca confrontar con el veneno de la antipolítica, el individualismo o el sálvese quien pueda. Pero en la pelea por las reivindicaciones vamos a ir generando las condiciones subjetivas que nos permitan resistir en esta etapa de fascistización neoliberal y avanzar hacia los cambios de fondo necesarios cuando logremos dar vuelta la taba, que más temprano que tarde sucederá.






































