Miles de manifestantes salieron a las calles de Bogotá para protestar contra la violencia policial y contra la profundización del neoliberalismo en plena pandemia. La respuesta del gobierno fue una represión brutal con decenas de heridos y muertos. Sin embargo, el pueblo continúa movilizado y alerta.
El martes 7 de septiembre en Bogotá, capital del país, fue brutalmente asesinado por la policía el abogado y taxista Javier Ordoñez, de 45 años y padre de dos menores, con la excusa de que estaba incumpliendo una de las restricciones de la cuarentena. Una filmación de 18 segundos, subida a las redes sociales por un amigo de la víctima, muestra como dos policías someten a Ordoñez contra el piso mientras lo golpean y lo picanean en reiteradas ocasiones mientras se escuchan suplicas y gritos de auxilio. La filmación se hizo viral y provocó que al otro día el pueblo de Bogotá saliera masivamente a las calles a protestar, cosa que continúa haciendo hasta el día de hoy. La autopsia del cuerpo de Ordoñez registró varias fracturas en el cráneo y cuantiosas lesiones internas. Desde su detención hasta la llegada a la comisaría, la víctima no paró de ser golpeada y torturada. Como era de esperar, la respuesta del gobierno neoliberal de Iván Duque fue reprimir con mayor brutalidad las manifestaciones con balas de plomo, lo que generó 13 fallecidos más y unos 70 heridos solo en la primera semana, la mayoría de ellos por armas de fuego. Este raid represivo no hizo más que exacerbar a los manifestantes, quienes incendiaron decenas de estaciones de policía a lo largo y ancho de la capital. Tal fue el nivel de impunidad y descontrol de las fuerzas de seguridad, que ni siquiera las suplicas de la Alcaldesa de Bogotá, Claudia López Hernández (opositora), lograron frenar la brutal represión. Por el otro lado, desde las altas esferas de gobierno y con la complicidad de los medios de comunicación, se buscó justificar la violencia y se acusó a los manifestantes de “vándalos”, a tal punto que el presidente Duque felicitó el trabajo del Ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, quien salió a culpar a la guerrilla del ELN y a las ya desmovilizadas FARC de los incendios. Esta represión ya superó con creces la acontecida a fines del año pasado, en donde se produjeron cuatro muertes en varias semanas.
En Colombia la policía es una institución militar que depende del Ministerio de Defensa y está entrenada para tratar a cualquier manifestante civil como si fuera un guerrillero armado, por lo que no escatiman en la utilización de plomo y armamento pesado para disolver cualquier manifestación. Esto hace que la impunidad represiva sea aún mayor, ya que todos los juicios contra la policía se hacen en tribunales militares y no en civiles, por lo que es muy difícil conseguir justicia.
El asesinato de Ordoñez no es más que un caso entre cientos de miles durante la última década. Solo entre 2017 y 2019 se contabilizaron 639 asesinatos, 40.481 casos de violencia física y 241 casos de abuso sexual por parte de la policía; y esto sin contar al ejercito ni a las bandas paramilitares, principales verdugos del pueblo colombiano, famosos por los “falsos positivos”: el asesinato en masa de campesinos y pobladores para hacerlos pasar por guerrilleros.
La violencia política en Colombia no es nueva, pero hace unos años se creía que la situación podía mejorar con la firma de los acuerdos de paz de 2016 entre el gobierno y las FARC. La existencia de la guerrilla siempre fue utilizada como excusa para justificar la violencia, pero a pesar de los acuerdos y la desmovilización de las FARC, la oligarquía continuó asesinando dirigentes sociales, campesinos y trabajadores. Esta nueva y brutal represión se enmarca en una arremetida de las clases dominantes que continúa aplicando la doctrina pro imperialista del enemigo interno: toda persona que proteste pierde automáticamente todos sus derechos.
El neoliberalismo militarizado aprovechó la pandemia para continuar avanzando sobre los intereses del pueblo, beneficiando solo a los sectores más concentrados e improductivos de la economía, como hicieron con la banca y con diversas empresas privadas saqueadoras. Es el caso de la aerolínea Avianca, declarada en bancarrota y con su dueño preso en Brasil por la causa Lava Jato, a quién le entregaron 370 millones de dólares como salvataje. El pueblo, mientras tanto, solo recibió plomo.