“Cambiamos futuro por pasado”, aquel sincericidio de la gobernadora de Buenos Aires en su discurso triunfal en 2015, tiene hoy el correlato de la caída de todos los números de la economía real y sus consecuencias en la caída del consumo popular.

Tras tres años de neoliberalismo y de aplicación a rajatabla de las viejas recetas del FMI al que se le entregó el manejo de las políticas económicas de la Nación, comienzan a explotar los resultados esperados por el gran capital foráneo y local.

Después de haber ostentado el primer lugar en el ranking de remuneraciones en América Latina, hoy el salario de los argentinos araña el sexto lugar. El PBI cayó de 600 mil a 320 mil millones de dólares, un 47%. La deuda externa alcanza casi al 100% del PBI, la inflación trepó un 130%, los servicios aumentaron astronómicamente, arrastrando tras de sí a miles de familias que deciden desconectarse de las redes de gas y electricidad buscando una forma de sobrevivir a la debacle autogenerada por el gobierno de CEO´s que dirige el país.

El 35% de la población redujo el consumo de leche fluida, provocando una caída del 11%, el más bajo desde la crisis de 2001. El consumo de carne pasó de 61 kg per cápita en el 2015 a 49 kg y el 48% de los argentinos redujo o eliminó su consumo. El consumo de medicamentos sufrió un drástico descenso de 110 mil remedios menos por día en virtud del descontrol de los aumentos de los laboratorios, afectando principalmente al sector de jubilados.

La miopía insensible de la actual administración y la ferviente militancia del ajuste de los medios masivos de comunicación al servicio del hambre y la marginación ya no pueden ocultar el drama. La medida de Rodríguez Larreta de blindar con tarjetas magnéticas los contenedores de residuos en CABA nos hace recordar a aquella sentencia de Macri en los 90, que se quejaba de que los cartoneros “robaban la basura”, afectando de esa forma el negocio familiar.

Las dolorosas imágenes de ancianos y niños revisando la basura para conseguir comida nos retrotrae a aquel pasado que habíamos dejado atrás en 2003. Los relatos de los docentes sobre la imposibilidad de los niños de permanecer despiertos en clase como consecuencia del hambre vuelven a estrujar el alma, y nos obligan a reflexionar sobre las consecuencias de la baja ingesta de alimento en el desarrollo infantil y su capacidad de asimilar conocimientos. Como afirmaba un viejo dirigente político, “hemos llegado al poder para asegurarnos de que el hijo del barrendero muera como barrendero”.

El creciente cierre de empresas y la consecuente ola de despidos no hace sino agravar la situación, mientras el gobierno amenaza con el dedito a los empresarios que incumplan el pacto de caballeros con que pretenden frenar la inflación en alimentos, mientras dicta un DNU que anula las sanciones que podrían aplicarse mediante la norma de Lealtad comercial.

Comedores y merenderos es lo único que crece en un país que podría alimentar a 400 millones de personas y cuyo gobierno no es capaz de arbitrar los medios para asegurarle la comida a 44 millones.

El presidente acumula 120 días de vacaciones, anuncia las ineficaces e insuficientes medidas de control de precios en el domicilio de una “amiga de la casa” a la que ya visitó en 2017 y 2018, difunden spots publicitarios donde Vidal asegura que los únicos beneficiados son los niños (¿de quién?); alguna diputada trasnochada asegura que estamos saliendo del pozo y todos acuden a la metáfora de la pesada herencia y la corrupción o, como en el caso del Jefe de Gabinete, afirma que en las próximas elecciones está en juego el rescate del alma del pueblo argentino y no su poder adquisitivo.