Ley de Alquileres: ¿quién garantiza los derechos en juego?

La Ley de alquileres 27.551, sancionada durante el año 2020, generó un fuerte rechazo por parte del sector inmobiliario. El argumento principal es la disminución de la oferta de inmuebles en alquiler, lo que produciría un impacto en el aumento de los precios. Desde entonces, las maniobras de los propietarios para evitar acatar cualquier regulación son vastas. Agrupaciones de inquilinos en conjunto con el bloque de Diputados del Frente de Todos, presentaron un proyecto de modificación de la ley manteniendo los aspectos esenciales y sumando otras regulaciones e iniciativas para mejorar la situación actual.

Es claro que las causas de la reducción de la oferta de inmuebles son más profundas. Según un informe del Centro de Estudios Metropolitanos, más del 80% de las y los inquilinos del Área Metropolitana de Buenos Aires tienen inconvenientes para pagar el alquiler, los cuales van desde destinar más del 40% del salario a la renta, cambiar sus hábitos y consumos, hasta conseguir un nuevo empleo para costear los gastos. Otro dato alarmante es que un 29% de los inquilinos tuvo que dejar su vivienda por falta de pago, terminando así en condiciones de hacinamiento o en situación de calle. Este es el modelo habitacional para unos pocos. La política de expulsión de los más vulnerables es clara.

Esto es extensivo a todo el país. Así como en el área metropolitana, también se traslada a las zonas intermedias, capitales de provincias, ciudades turísticas, ciudades universitarias. Luego del confinamiento por la pandemia, el mercado de alquileres explotó de forma ascendente y lo que proponen los multipropietarios son contratos muy cortos con “ajustes alternativos” que, en realidad, significan dejar que el mercado imponga cómo y cuándo se aumenta la renta mientras transcurren esos contratos (declarados legalmente o no). Es decir, estas problemáticas no pueden pensarse desligadas de todos los segmentos del mercado de vivienda formal e informal. 

¿Para qué sirve esta ley? En primer lugar, para tener un marco regulatorio más justo y estabilidad en el derecho a la vivienda. Los inquilinos proponen cambiar el plazo de alquiler de dos a tres años con ajustes anuales que saldrán de un promedio elaborado por el Banco Central a partir de la relación entre los salarios y la inflación. Por otro lado, permite no pagar los impuestos abonados cuando la vivienda está vacía (ABL, por ejemplo), expensas extraordinarias, impuestos que le dan valor a la vivienda (arreglos, por ejemplo, que deben ser abonados por los propietarios). También, establece la obligatoriedad del pago electrónico y el registro del contrato de alquiler en la AFIP para no hacerlo a espaldas del Estado. 

Bien sabemos que, al igual que toda medida a favor de las y los laburantes que enfrenta directamente al mercado inmobiliario, tiene como respuesta un lobby feroz para lograr su derogación. En ese sentido, la discusión no radica en pensar si se cumple o no esta ley, sino pensar qué rol debe tener el Estado en el acceso a la vivienda en alquiler. Lo que quiere el poder es discutir este primer avance, pero evita poner en tensión los efectos de fondo: dolarización de los inmuebles, condiciones de vivienda, contratos en negro, cobros no declarados, baja de salarios… En definitiva, la no garantía del derecho a la vivienda para las familias del país.